domingo, 1 de abril de 2012

Por alguna razón, yo siempre terminaba con una de estas borrachas dóciles, y por otra razón o la misma, ella de golpe y porrazo lloraba, al rato lloraba yo, y después nos quedábamos mirando en silencio —como si nos descubriésemos gemelos, idénticos en una soledad pegajosa— y de repente nos estábamos revolcando por el pasto como dos cuises, diciéndonos con media boca cada uno cuánto nos queríamos.
No sólo eso: jurábamos que nos habíamos querido siempre. Y que nos querríamos igual o peor cuando fuésemos viejos. Y todo era mentira, y todo era verdad al mismo tiempo.
Recién ahora descubro que si mezclo a las cuatro clases de mujeres que existen en el mundo (la puta, la esposa, la madre y el resto) el resultado me da —increíblemente— a aquella borracha de las quintas, ésa a la que podías hacerle cosas mientras te juraba amor eterno, y al rato se arrepentía, y después de vomitar se olvidaba de todo. Sexo, amor, culpa y olvido. Ellas encerraban todo eso en diez minutos de manoseo al costado de una pileta llena de verdín.
Les juro que he estudiado mucho este asunto antes de sentarme a escribir, y llegué a la conclusión de que aquellas borrachas dóciles —esa especie tan común en las quintas mercedinas de mis tiempos— eran la mujer ideal. Y yo, cabezafresca, que no supe verlo a tiempo.
Será por eso que me acuerdo de aquellas frases de amor falseadas, de esos besos de heineken tibia, de aquellos manotazos de ahogado por abajo de una blusa, como momentos de amor verdadero. De amor efímero y triste, lo sé, chaparrones de verano que no dan tiempo ni para encontrar un toldo, pero también de amor onírico e intenso, cien veces más real que otras pasiones chicle que nacen abstemias, un martes a la tarde, y agonizan moribundas años enteros.

1 comentario:

  1. Y todo era mentira, y todo era verdad al mismo tiempo... Me quedé con eso.

    ResponderEliminar